La vida, entendida como movimiento, es un flujo constante, una sucesión de momentos que nos

arrastra inevitablemente hacia el fin. Sin embargo, el miedo a la finitud nos obliga a resistir esa corriente,

intentando llenar los vacíos que se abren a nuestro paso. La idea de que todo lo que hacemos o sentimos

terminará, impulsa nuestra necesidad de cargar objetos que anclen los recuerdos, que nos permitan revisitar situaciones y personas que han dejado una ausencia.

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En cada objeto que cargamos —fotos, cartas, prendas— intentamos encapsular los rastros del movimiento,

como si al tener un fragmento tangible de ese pasado pudiese invertirse el vacío de la ausencia. Sin embargo, esa carga no es solo física, también es emocional; llevamos el peso de momentos que queremos preservar para no olvidar, para seguir sintiendo que aquello que fue importante aún tiene un espacio en nuestra

vida actual.